MI HIJA Y LA ÓPERA — Volumen 1
OBERTURA
Todavía no
había cumplido los veintiocho, aunque, por los acontecimientos sucedidos en la
última semana, su rostro había envejecido tanto que podría haber pasado por un
hombre dos décadas mayor. Andrés se adentró con actitud serena hacia el
interior de su finca a pesar del enérgico aguacero que se precipitaba aquella tarde
de septiembre de 1981. Llevaba demasiadas jornadas deambulando sin rumbo fijo
hasta que decidió regresar a su hogar. Su ropa estaba ensangrentada; por
suerte, el color negro de su traje podía disimularla, solo las gotas rojizas
que se desprendían de sus prendas mojadas evidenciaban que había dado para
mucho aquella semana en la que se halló incomunicado del mundo.
Saludó con
la cabeza a Lily, la niñera, asomada al otro lado de la ventana. Ella le abrió
la puerta antes de que llamase y le devolvió el saludo con su particular acento
francés, mirándolo de arriba abajo. Laura, una adolescente que apenas alcanzaba
los quince años, se encontraba en el sofá, frente a la puerta de la vivienda, acunaba
entre sus brazos a un bebé de unos seis meses.
—¿Se puede
saber dónde has estado todo este tiempo? —preguntó la joven—. Mis padres y tu
padre están muy preocupados.
—No me acuerdo.
Llevo días sin dormir —respondió Andrés con voz áspera—. Voy a acostarme.
¿Dónde están tus padres?
—¿Y esa sangre?
—inquirió, examinando la ropa de su cuñado.
—De unos
animales que he tenido que matar, ¿cómo está Violeta?
—Tu hija
está bien, gracias a mi madre y a mí. Como podrás imaginar hemos estado muy
ocupadas con ella.
—Yo no
podré cuidarla, dependo de vuestra ayuda. Y ahora lo que necesito es descansar.
—Para eso
estamos —repuso la joven—, para atenderla, pero si te vas de nuevo avísanos,
hemos estado preocupados por ti. Recuerda, Andrés, y que no se te olvide, que todos
estamos sufriendo con lo sucedido.
Él zanjó la conversación subiendo a su
dormitorio. No había transcurrido ni una hora cuando regresó al salón.
—¿Dónde
está Lily?
—Lily se
acaba de ir —respondió Laura—. Ha estado toda la semana tras la ventana
esperando a que volvieses, me ha dicho que si quieres que siga al cuidado de la
casa y de Violeta que la llames.
—¿Por qué
no me lo ha dicho a mí directamente?
—Porque tienes
la mirada de un loco, ¿es que no te has visto en el espejo? He llamado a mis
padres, vendrán a por mí y a por tu hija cuando pare de llover.
—De
acuerdo, mientras esperamos voy a poner La
Traviata. Era la ópera preferida de tu hermana.
Laura asintió
desde el sofá, mantenía el rictus serio y se le entreveía la extenuación de las
últimas jornadas reflejada en las pupilas. Permanecía con su sobrina en brazos,
entretanto observaba cómo Andrés insertaba el primer vinilo y elevaba el
volumen del tocadiscos. Cuando comenzó a escucharse la Obertura él se dirigió a la cocina, la música ahogaba el murmullo
de la lluvia aunque se podía apreciar el tintineo de unos cubitos de hielo. A
pesar del aire húmedo del exterior, él se había vestido con unos pantalones
cortos, una camisa sin abrochar y unas chanclas. Regresó sosteniendo un vaso colmado
de whisky, bailoteando al ritmo de
los iniciales fragmentos del primer acto, posó el vaso sobre el piano, situado
junto a una de las paredes del salón, y adoptando la postura de brazos en
jarra elevó la vista al techo como si quisiera dirigirse a alguien, sonrió irónicamente,
parecía desafiante, como si en verdad tuviera la certeza de que algún dios,
demonio u otro ser estuviese divisándolo. No se equivocaba: yo le observaba. Incluso
conocía sus pensamientos.
Al poco dio
comienzo la melodía del fragmento Libiamo
ne’ lieti calici —el brindis de La
Traviata—, arrebató de los brazos de su cuñada a la pequeña y empezó a
danzar con la criatura que se despertó aterrada; sin embargo no rompió a llorar,
lo cual le resultó extraño porque desde que nació se irritaba fácilmente.
—¿Sabes,
hija?, tu nombre es Violeta, y es por esta ópera de Verdi. Tu madre, si nos
estuviera viendo, seguro que se alegraría de que bailase contigo, pero yo te
voy a preguntar, pequeño demonio, ¿por qué no lloras ahora, eh? ¡¿Por qué no
lloras ahora?!
La danza se
había convertido en un fuerte traqueteo hacia el bebé, el rostro de Andrés se
había transfigurado. Por suerte para la pequeña, su tía estuvo rápida y la
arrancó de las manos de su padre.
—¿Qué haces,
insensato?
Laura protegió
con sus brazos a la niña y sin añadir palabra, salvo una breve alusión a la
demencia de su cuñado, subió al dormitorio que solía utilizar en las temporadas
que pernoctaba en aquella casa.
Andrés quiso
mofarse de ese comentario danzando solo en el salón, realizaba el majadero
meneo con sus brazos de estar tocando un violín invisible, en tanto brincaba
alternando las piernas evitando con los saltos pisar las líneas que separaban
las losas. Acto seguido, se acercó al piano, cogió el vaso y lo bebió de un trago;
con los cubitos casi derretidos volvió a añadir con vehemencia el contenido de
la botella. En ese momento tronó con fuerza y comenzó a diluviar en forma de granizo.
—Ya no
necesito hielo —se dijo refiriéndose al vaso que sostenía mientras abría una
ventana para que pudiera escucharse la música en el jardín de la mansión.
Agarró una
de las mecedoras, la arrastró hacia el césped con el whisky en la otra mano dejándose apedrear por la granizada. Se
mecía al sonido de la música acompañada por la estruendosa tormenta. El contenido
del vaso se enturbió al instante pero siguió bebiendo con milagrosa tranquilidad
a pesar de que el líquido ya no era whisky
y los pedruscos de hielo le estaban produciendo heridas.
Laura
observaba pasmada aquel acontecimiento tras la ventana de su dormitorio, la
abrió levemente e imploró a su cuñado un poco de cordura.
—¿Qué
quieres, que te caiga un rayo?, ¡entra a casa!, ¡hazlo por tu hija!
Andrés giró
la cabeza hasta donde ella se encontraba y realizó una sonrisa inexpresiva.
La
tempestad duró diez minutos, pero él siguió meciéndose a pesar de las contusiones
producidas por el granizo, únicamente se levantó para cambiar el vinilo, cuando
el primero, de los tres de la obra, llegó a su fin.
—Tienes
sangre en la frente, por favor no salgas de nuevo —dijo Laura, oteándolo desde
la mitad de la escalera.
Sustituyó
el disco y aprovechó para rellenarse la copa que bebió casi de un trago antes
de retornar al jardín; apreció que los pedruscos de hielo flotaban todavía en
la piscina, se acercó y, sujetando el vaso con la mano izquierda, se dejó caer
de espaldas al agua haciendo el gesto de crucifixión. La sangre que desprendía
su cabello dejó una gran mancha rojiza sobre la superficie de la piscina que se
diluía lentamente, mezclándose con hojas, ramas e insectos que flotaban sobre
el líquido oscuro.
Sería que
visualizó su postura en forma de cruz sobresaliendo en el agua que volvió a
adentrarse en casa con premura, dejando tras de sí un reguero acuoso desde la
entrada hasta su dormitorio; agarró el crucifijo que presidía la pared sobre
el cabecero de la cama, lo empuñó desde el lado inferior del travesaño largo
de la cruz, como si fuera un hacha, descendió corriendo las escaleras
arrimándose al piano y lo estrelló varias veces hasta romper la figura de
madera, abollando la superficie del piano y dejando restos de astillas en sus
dedos.
—¡Yo me
arrodillé ante ti! —gritó dirigiéndose al trozo de crucifijo que continuaba
entre sus dedos—. ¡Yo me arrodillé ante ti!
Con su mano
izquierda apartó las diminutas partículas de madera incrustadas en varias de
sus falanges, limpiándolas también de sangre. Su frente y extremidades
superiores continuaban emanando el líquido rojizo cuando se postró junto al instrumento
musical y dirigió la mirada a la fragmentada cabeza del crucifijo exclamando:
«¡¡Tu sufrimiento en la cruz no puede compararse con el mío!!».
Y así
repitió varias veces, hasta que el agotamiento derrotó a aquel ser abandonado
por la suerte y por las personas que hasta ese día lo esperaron con impaciencia.
Durante
meses, el cuidado de Violeta correspondió a su joven tía con la valiosa
asistencia de sus abuelos maternos y el incesante apoyo de la niñera. Andrés se
despreocupó de su hija, dejó de trabajar e incluso se podría decir que renunció
a la vida. Su existencia carecía de sentido.
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