MI HIJA Y LA ÓPERA — Volumen 2
ACTO I
La hija del leñador
1
Como el
pájaro que cada mañana se posa en mi ventana y me contempla con detenimiento:
siempre he querido volar, ser libre, que me admirasen desde la distancia sin
que nadie pudiera atraparme. Nunca lo había conseguido, hasta hace bien poco.
He cumplido
condena en esta casa desde que mi padre me trasladó en mi remota infancia a
esta especie de cárcel, coreada constantemente por música de ópera como triste
banda sonora de mi vida. No sé si la reclusión a la que me he visto sometida
durante años obedece a sus circunstancias. O a las mías.
Calasparra,
19 de diciembre de 2004, mi nombre es Violeta Rosique Domínguez. Estas dos
últimas semanas de mi vida han sido frenéticas, de la más delirante, a la peor
de toda mi existencia. He recibido una noticia terrible hace unos días y, por
ello, he tomado el diario que me regaló mi tía Laura cuando yo era una niña y
que durante años me ha acompañado en las noches de soledad, basándome en él
para la creación de este relato. En mi opinión, la historia que voy a narrar merece
ser contada.
Mi madre me
trajo al mundo una mañana lluviosa de 1981, semanas antes de lo previsto, el
calendario indicaba un jueves de febrero, cuatro días antes del famoso intento
de Golpe de Estado español. En el 23F, los tanques y otros vehículos militares
abandonaban con ritmo poco ceremonioso el Cuartel de España 18, muy cercano a
nuestra morada cartagenera, generando preocupación a los vecinos de la zona. A
todos, menos a mis padres. Yo me debatía entre la vida y la muerte dentro de
una incubadora, y así estuve durante semanas.
No poseía
ninguna imagen mía anterior a los cuatro años, por lo que, prácticamente, no pude
construir ningún recuerdo hasta esa edad, tampoco tuve fotos de mi madre o de mi
hermana para asociarlas a un rostro concreto. Sólo las descripciones que de
ellas hacía mi tía Laura contribuyeron a que lograse ponerles cara cuando
aparecían en mis ensoñaciones.
He crecido
oyendo conversaciones imaginarias que mantenía mi progenitor con mi madre y mi
hermana mayor. Solía hacerlo en los primeros años, siempre de noche. Ahora sé
que estaría influido por la ingente cantidad de alcohol que mi padre consumía
por aquel entonces, abocándolo a un trastornado mundo ficticio. Hacer memoria
de cómo se respondía «quiero jugar con esta muñeca» imitando la voz de una niña
me sobrecoge todavía hoy tanto como cuando le escuchaba cantar «Susanita tiene
un ratón…» y sus palabras se terminaban quebrando.
Mis
primeras remembranzas son vagas y aisladas, casi inconexas, sé por lo que he
podido recopilar por conversaciones con mi padre y mi tía que vivía en Cartagena,
en una urbanización llamada El Rosalar, Tentegorra; en una fastuosa vivienda de
inmenso jardín y preciosa piscina. Recuerdo a Lily, mi niñera, una mujer llena
de oscuridad, de cabello cano y gafas de gruesos cristales que ampliaban unos
apáticos ojos azules. Su acento lo recuerdo muy bien a pesar de los años. Proveniente
de Francia, se casó con un militar cartagenero que pereció en unas maniobras en
Chinchilla. Todos los cuidados y atenciones relacionadas con la comida y el
aseo que recibí por aquella época no eran de otras personas que no fueran Lily
o mi tía.
No recuerdo
que mi padre se ocupara de mí hasta que, a la edad de cinco años, nos mudamos aquí,
a Calasparra. Él era alto, de gran corpulencia, con el abdomen prominente,
aunque nunca lo hubiera definido como gordo. Una barba cubría su rostro, y
mostraba una mirada ausente e inexpresiva, supongo que la propia de alguien que
hubiera sufrido un suceso como el acaecido la mañana del 12 de septiembre de 1981,
fecha que tengo más marcada que la de mi propio nacimiento. Aquel día mi madre
y mi hermana desaparecieron calcinadas en un accidente de tráfico.
Sospecho
que aquella circunstancia propició con los meses que mi padre huyese de tan
regia mansión y de la ciudad, aislándose en el hogar en el que todavía vivo
hoy, una casa de campo camino del santuario: lóbrega, de pequeñas ventanas, solitaria
y tranquila. Muy tranquila. Se decía que tenía en común con la casa de Cartagena,
los cuatro kilómetros que distaban del bullicio urbano. Apartados de los
estridentes cláxones de los automóviles y del murmullo de la gente del pueblo,
se prefirió sin duda el canto de las cigarras y los grillos. Hoy sigue siendo
para mí un enigma los motivos por los cuales mi padre eligió este lugar del que
no tenía arraigo alguno, a cien kilómetros de nuestra familia y de su empresa. Lily
intentó acompañarnos en nuestro particular retiro, pero se le negó argumentando
que la distancia sería para ella un gran inconveniente. En Calasparra no tenía
a nadie. «Tampoco en Cartagena», matizó mi niñera en una de las pocas frases
que recuerdo de ella.
Mis abuelos
y mi tía, sin comprender la decisión de mi padre, accedieron a visitarnos en
ocasiones, siempre en días que cayesen en fin de semana. Mi abuelo Emilio era
bajito y calvo, de facciones rubias y ojos claros, decían que mi madre y mi
hermana habían heredado sus ojos azules. De semblante serio que, según se
contaba, no hacía justicia al carácter alegre de años atrás. Fue adoptando con
el tiempo un estado melancólico y depresivo que acabó por prejubilarlo de
Telefónica.
—Andrés,
¿por qué te has venido tan lejos? —preguntó mi abuelo en una de esas visitas de
domingo—, ¿es que no vas a seguir trabajando? Tienes que seguir adelante, pero
este no es el camino.
Mi padre
parecía comprenderlos asintiendo, pero no se dejaba persuadir.
—Y la cría
—añadía mi abuela—, contigo aquí, solicos,
¿acaso estás capacitao pa’cuidarla?
De luto
sempiterno mi abuela rayaba el analfabetismo, aunque los que la conocían de
tiempo creían que su intelecto se capuzó el mismo día que perdió a su
primogénita y a la mayor de sus nietas, hecho del que culpaba a mi padre y en
cierto modo a mí. Nunca fui de su agrado, y siendo yo muy niña ya realizaba insensibles
comentarios comparándome con Susana: «¡Qué bonica era tu hermana!».
Mi tía
Laura se mantenía misteriosamente en silencio cuando discutían mis abuelos con
mi padre, por su edad no se creería con la potestad para recriminarle nada a este.
Exteriorizaba una gélida mirada, afligida por el sentimiento de culpa de no
haber podido evitar que me separasen de ella, todavía en la tristeza, era la
única persona de mi entorno que me sonreía con cierta frecuencia. Ella tendría
unos diecinueve cuando me alejaron de sus besos, su cariño y comprensión. Estudiaba
para ser profesora y podría describirla físicamente como de, cabello largo y
rizado, y casi tan delgada como yo soy ahora. Unas finas gafas que utilizaba
para leer le otorgaban un aspecto sereno y culto. Ya notaba por aquel entonces
en el comportamiento de mi tía que las vicisitudes de la vida le habían hecho
madurar anticipadamente.
Evoco
aquellos días en casa como tediosos, no se escuchaba otra música que no fuera
ópera, salvo en los fugaces instantes en los que mi padre tocaba el piano o me
impartía clases de este mismo instrumento en las que él acababa siempre perdiendo
la paciencia. Nunca he sabido hasta ahora, que el trato tan severo con el que
fui educada los primeros años de mi vida, respondía al comportamiento que
mostré desde el día que nací.
Acudir al
colegio suponía, a la sazón, una efímera liberación del particular arresto
domiciliario al que me vi sometida hasta aquel momento. Lo inicié con cinco
años, aunque gracias a mi tía, mis conocimientos superaban los de mis
compañeros. Mi peculiar rostro, sumado a haber sido la última en incorporarme
al curso, contribuyó a que la adaptación a la clase fuese nula. Por ventura, la
señorita Bermejo me protegió de aquellas bestias a las que sus padres
calificarían de angelitos.
Comprendí
en aquel primer día de colegio por qué mi padre no daba paseos conmigo por el
pueblo, por qué era tan reticente a que nos visitasen personas ajenas a la
familia y por qué insistía en que no saliera de casa argumentando que el Sol
podría dañar mi pálida piel. Creo que aquella soleada mañana él no se movió de
la verja que daba acceso al centro escolar.
—¿Qué tal
lo has pasado? —preguntó.
—Se han
burlado de mí, papi —respondí entre sollozos.
—¿Quiénes?
—Mis compañeros
de clase, me han llamado mofeta, pirata tonta y muchos insultos más.
Me silenció
abrazándome con ternura. Nunca lo había hecho así antes.
—No quiero
volver al colegio. Los niños son malos.
—Hablaré
con tu señorita, y no hagas caso de los niños, son estúpidos, hacen lo que
creen que deben de hacer para integrarse en el grupo y no salir de la manada.
Si eres diferente te atacarán o se reirán de ti. Tú eres especial, seguro que
nadie sabe tocar el piano como tú; estoy convencido de que ninguno de ellos ha
escuchado una ópera en su vida, a ti te encanta La Flauta Mágica, por ejemplo. Eres única, genuina, original… Que
no se te olvide. Ellos, sin embargo, son borregos que hacen lo que ven del
resto del rebaño.
»Pero dame
tu palabra, Violeta, de que no les dirás a esos niños lo que son, basta con que
tú y yo lo sepamos. Si se lo dices, habrás comenzado a actuar como ellos,
¿prometido?
—Prometido,
papi —asentí casi sin voz.
Recuerdo
que mi padre, cuando hablaba en serio, no se dirigía a mí como una niña,
empleaba un lenguaje incomprensible para mi edad. No sé si fueron exactamente
esas palabras las que pronunció, pero con el tiempo he sabido con exactitud
todo lo que intentó decirme aquella mañana de septiembre de 1986.
Tomándome en brazos se adentró en el Colegio
Nuestra Señora de la Esperanza el segundo día de clase con un semblante que
invitaba a la huida. No escatimaba en fulminar con la mirada a todo aquel niño
que se atreviera a posar su vista en mí durante más de un segundo. Pretendía
con aquella actitud amenazante, advertir de con quién deberían vérselas si
alguien se aventurase a ultrajarme. Habló con el director y con doña María
Bermejo, mi profesora. Enseguida confié en la señorita de cabello rubio y
expresión ingenua. No parecía a priori ostentar de la autoridad suficiente para
defenderme de mis compañeros, pero no disponía de más opciones para sobrevivir
en «la jaula». Se comportaba especialmente dulce y atenta conmigo. Se
comprometió con mi padre a que ningún alumno continuaría vejándome en el
colegio.
Al tercer día no pude asistir al centro
escolar: mi abuelo Pepe había fallecido.
De él poseo
un recuerdo vago de cuando residíamos en Cartagena, nunca se presentó en
nuestra casa de Calasparra. Me consta que a menudo enviaba emisarios, supongo
que empleados, con regalos, pero jamás se acercó a dármelos en persona. Mi memoria
evoca un hombre de cabello cano y piel arrugada, aparentemente solitario y
orgulloso. Prepotente como todo aquel que atesora poder, pero no tenía a nadie,
sólo al Real Madrid que no se acordaría de él cuando muriese. El dineral que
obtuvo con sus empresas no le sirvió para encontrar la felicidad, o al menos,
eso es lo que a mí me contaban. Acabé sabiendo con el tiempo, que un lamentable
comentario por parte de mi abuelo hacia mi padre terminó por separarlos, cuando
un mes y medio después del terrible suceso familiar recibieron dos vehículos
que encargaron meses atrás: «El Mercedes no me lo tienes que pagar, te lo dejo
con la intención de que te recuperes pronto del sufrimiento causado por el
accidente. Y a ver si empiezas a trabajar ya, que se te ha muerto una hija,
pero te queda otra».
En el mes
de julio, mi abuelo que apenas contaba sesenta años enfermó, se dijo que no
soportó ver otro mundial de fútbol en solitario, sin la compañía de su hijo con
el que compartía únicamente la afición por la selección española. Una vez
escuché que el exceso de trabajo y las interminables noches de soledad con el
vino como único camarada acabaron consumiéndolo.
Por primera
vez atisbé un surco de lágrimas en el rostro de mi progenitor mientras conducía
el vehículo que había originado el último y definitivo conflicto con mi abuelo
en dirección a Cartagena. A mi corta edad sabía que aquella persona con la
mirada puesta en la carretera se culpaba de lo sucedido. Lo enterraron en el
cementerio de Balsicas, junto a la lápida de mi tío Antonio, que nació antes
que mi padre y falleció con cuatro años, y al otro lado, la tumba de mi abuela
que feneció poco después que su hijo, quién sabe si de pena.
Aquella ventosa tarde de gota fría los paraguas no nos protegieron del diluvio que se precipitaba en todas direcciones. Entre los comparecientes unos pocos familiares y toda la plantilla de la empresa de mi abuelo cuyos comercios cerraron por defunción.
Aquella ventosa tarde de gota fría los paraguas no nos protegieron del diluvio que se precipitaba en todas direcciones. Entre los comparecientes unos pocos familiares y toda la plantilla de la empresa de mi abuelo cuyos comercios cerraron por defunción.
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