Párrafo del Capítulo 11, Acto II de "Mi hija y la ópera"

«Mi padre se marchó besándome antes en la frente, escuchaba el alboroto que mi tía y a Alberto producían al recoger sus bártulos, preparaban su marcha a Cartagena. Abrí cada una de las dos ventanas que tenía la habitación, la que apuntaba al Sur, y la que se hallaba situada en el Este, observé cómo la corriente de aire ondeaba las cortinas, aunque todavía no me había despojado del pijama, la brisa fresca no impidió que me asomara a curiosear la panorámica que me brindaban las nuevas vistas. Giré la mirada hacia la casa de nuestros únicos vecinos y, nuevamente, algo me llamó la atención de lo que ocurría en dicha vivienda. A cien metros no pueden apreciarse con exactitud los rostros, pero con el resplandor del sol en la cara y el viento que apartó su cortina, logré avistar una cabeza monstruosa, gigante, que a lo lejos advirtió mi presencia retrocediendo para diluir en la penumbra sus horripilantes facciones. Tras unos segundos titubeando, pensé que era una ilusión óptica de la luz solar fulgurada en unos cristales, tal vez translúcidos, que distorsionaban su cara, quizá un espejismo fomentado por sus extrañas conductas y rarezas.»

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Página 9 de «Mi hija y la ópera»

Isidoro Galisteo, de Úbeda, Jaén